Como punto de partida de esta crónica, comentaré que el fin de semana se presentaba pasado por agua. Después de tantos meses preparando la competición, parecía que iba a ser el peor día para estrenarme en un "half ironman". Llegamos a San José el sábado al medio día, día de perros... A pesar de ello se pronosticaba un buen tiempo para el día de la prueba. Almuerzo en una pizzería en la que creo estábamos todos los triatletas, siesta y asistencia a la charla y la reunión técnica donde nos comentaban los puntos de la carrera, sus curvas peligrosas y organización. Todo genial y, como esperaba, pensé "Voy a sufrir de cojo(...)".
Generalmente la noche antes de una prueba intento dormir bien y descansar, pero no siempre lo consigo. Vueltas y vueltas, nervios... como el que va al matadero. La bici prefiero dejarla el día de la prueba, si me dejan, como es el caso. Después de una noche movidita, a las 6.15 suena el despertador. ¡Uf! ¡Estómago cerrado y esfínter bien abierto! El desayuno va entrando bien, no hay otra: 5 horas de esfuerzo a piñón no es poca cosa. Cuando voy acercándome a boxes, todavía de noche, el ambiente me anima. Llevo mis cascos puestos, con la música que me gusta para evadirme y concentrarme. Ya hace rato desconecté de todo: bici en boxes, casco bien situado, zapatillas, geles, todo en el orden en el que voy a utilizarlo y automatizado cada movimiento para el triatlón que se avecina.